La ansiedad que aplasta las costillas desde la entonación del himno. El nerviosismo en cada tiro de esquina que levanta inconscientemente el cuerpo del asiento. La ira hacia un hombre cuyo únicos pecados fueron usar un uniforme negro y dos tarjetas de colores. La frustración de una falla reincidente. Una caries llamada hubiera. El cronómetro del deseo que nunca, maldita sea nunca, está sincronizado con el del partido. La esperanza terca del milagro propio. El temor permanente por el milagro ajeno. El orgasmo colectivo del gol prometedor y el viacrucis individual ante la derrota definitiva. Quienes nunca han sentido esto no sólo no entienden el Mundial: sospecho que tampoco son humanos.
Que venga el Mundial.
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